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Historia de Vicálvaro | Capítulo V, El siglo XVIII

La Inquisición en Vicálvaro: un caso curioso

La Inquisición es hoy objeto de numerosos estudios académicos pero, para cualquier ciudadano medio alejado de los quehaceres universitarios o de la erudita investigación histórica, a lo sumo, el Santo Oficio de la Inquisición le evoca una tétrica institución medieval cubierta por el polvo de los siglos.

No era así, sin embargo, para el español común de los siglos XVI, XVII y XVIII. Su sola mención en una conversación de taberna a cualquiera le ponía los pelos de punta; era motivo de fundados temores, y en lo posible, se vivía alejado —y sin tener nada que ver con él— del control poderoso que dicha institución ejercía sobre la población; la campesina o la urbana, de altos o bajos estratos sociales, temía las acusaciones O las meras sospechas del implacable tribunal.

Pero, ¿qué es exactamente, por qué surge y qué significó esta institución típicamente española? Sabemos que aparece en 1478 por medio de una Bula pontífica que autorizó a los Reyes Católicos a crear un Tribunal, al margen de la jurisdicción eclesiástica común y bajo directa autoridad del poder real, que hiciera las veces de instrumento de coacción, control social y atenazamiento de las libertades públicas. En principio fue utilizado contra los herejes en general —la Inquisición española, no lo olvidemos, se calca de la institución medieval europea del siglo XIII— y en particular contra judíos y mahometanos. A esta institución la podríamos calificar ciertamente de política, a favor de la unificación territorial y contra todo revulsivo social, económico o cultural posible o previsible, al margen de la Corona o de la Iglesia.

«La Inquisición —escribe el doctor Angel Alcalá, especialista en el tema— fue desde el principio un instrumento de control de ortodoxia conservadora, pero también una red de policía, una máquina de conformismos, un muro frente a las innovaciones, un cáncer de la sociedad española, una eficaz arma al servicio indiscriminado de la política oficial del momento, sin que obsten las tantas veces escandalosas rivalidades por el poder entre los tres focos del mismo interesados en ella: la Monarquía, el Vaticano y el Consejo de la Inquisición».

Estas funciones y razones fundan el justificado y reverencial temor popular a verse involucrado en la temible máquina eclesiástica. Cardenales y labradores, príncipes y monjes fueron juzgados, marginados, despojados de sus bienes y muchos de ellos asesinados en medio del boato de ejecuciones públicas, pretendidamente ejemplares, que ponían punto final a largos y oscursos procesos. Pero es fácil imaginar los pocos recursos que en su defensa podían alegar un campesino o un labriego al verse en medio de los rigores judiciales del tribunal acusador.

Bernarda, La tabernera

En este contexto, el 10 de mayo de 1788, el Santo Oficio de la Inquisición, en «nombre de la pureza de la Santa Fe», abre expediente contra: Bernarda García, tabernera y esposa de Justo Muñoz, guardia del camino nuevo que une Vicálvaro a Madrid, naturales y vecinos del pueblo «que viven detrás de la Iglesia Parroquial». La causa está clasificada entre las Proposiciones deshonestas. Veamos la curiosa historia que guarda celosamente el Archivo Histórico Nacional y que nos permite reconstruir los hechos.

Barbará Pérez, esposa de Diego Fajardo — ambos vecinos de Ambroz— cuenta a su amiga Bernarda que estando para casarse con Diego, éste le solicitó realizar el «sexto precepto divino», a lo cual ella se negó. Bernarda —-acusa la delatora— le dijo que «tal uso y disfrute no era pecado». La reacción de Bárbara fue, nada más y nada menos, que delatar a su amiga al cura de Ambroz, don Andrés de Peña, monje del convento de San Basilio de Madrid, en esos momentos convaleciente de sus achaques en Vicálvaro. Este inicia el proceso en el Tribunal de Toledo con la intervención de él mismo como acusador, del vecino Rafael Sevillano como familiar del Santo Oficio a la vez que notario para el caso. En un segundo momento del proceso —«que durará hasta 1790— interviene como cura ecónomo de Vicálvaro, don Félix Pérez y Uzeda, y, finalmente, don Agustín Pardo Campezo que, después de dos largos años (29-XII-1790), comunica al Santo Oficio, que ya le es imposible —-a pesar de sus reiteradas visitas— tomar declaración ratificatoria a la delatora. ¿Escapó Bárbara Pérez? Incompleto, se interrumpe el expediente que no sólo ilustra hasta qué punto tenían importancia las palabras y los juicios emitidos en materia moral, sino que también indica el rigor y el control social ejercido por la Iglesia en dicha materia, como en la fiscalización de las costumbres familiares y sociales de la población.

¿Qué mal o delito había cometido la tabernera? La declaración del 28 de mayo de 1789, firmada por Pérez Uceda, nos permite reconstruir el perfil de su persona y el juicio que merecía al párroco el proceder de Bernarda: «Su edad sería como de cincuenta años, su estatura mediana, su rostro descolorido, cetrino y cuadrado, que parece manifiestamente estar enferma, su ropa como de gente de trabajo y pobre. En cuanto a su conducta la tengo por mujer muy honrada, cristiana, honesta, de buenas costumbres y nada sospechosa de esto y matrimonio de fe [...] «Y así la juzgo muy inocente, y que su proposición sólo puede ser efecto de simplicidad, injusticia e ignorancia y que preguntada por qué dijo esta proposición no ve haya malicia ni respuesta. Es cuanto puedo decir».

Queda a las claras la descompesada reacción del aparato de control socio-eclesiástico, frente a un supuesto grave «delito», para nosotros —hoy— irrisorio, que amordazaba a todas las clases sociales.

No es de extrañar, después de leer la historia de Bernarda García, la implicación que tuvo en la vida cotidiana la actividad del Santo Oficio y que se le achaque a esta institución —al decir de Alcalá— nuestro desfase histórico con relación «a Europa desde el siglo XVI, nuestra colectiva cerrazón religiosa y mental, nuestra ataviática incultura popular, esa típica religiosidad española extrovertida y agresiva, esa insignificancia nuestra en la filosofía y la ciencia moderna, la persistencia de nuestra intolerancia y el fanatismo arraigado durante siglos en la estructura coercitiva del Estado, esa peculiar obsesión celtibérica por controlar libertades, inteligencias y conciencias. La Inquisición, brazo a la vez eclesiástico y estatal, de una máquina absolutista de represión policial, habrá sido el factor más significtivo de que España haya perdido el tren de la modernidad, al cual ahora aspira a uncirse a hora tardía, como siempre».

Esta vecina fue juzgada por la Inquisición, mientras que otros respetables y pudientes vecinos se desvelaron por obtener cargos en su Supremo Consejo. Por ejemplo:

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